Colombianos de sangre pero sin papeles: el drama de los retornados

Dentro del millón y medio de personas que han emigrado de Venezuela a Colombia en los últimos tres años, hay miles de personas con origen colombiano y derecho a la nacionalidad. El problema es que muchas de ellas no tienen cómo demostrarlo y quedan en un limbo sin cartografiar entre la corrupción y el quiebre de las instituciones en Venezuela, y la corrupción y la falta de preparación de Colombia para el aluvión de refugiados. A la ya precaria situación económica de la mayoría, se suman los rigores de un sistema burocrático a veces inclemente que los mantiene como indocumentados.

6 octubre 2019

En una tienda cerca a la Registraduría principal de Cúcuta (la ciudad colombiana más cercana a la frontera con Venezuela, entre Norte de Santander y Táchira), Zamir Quintero, un colombiano de 45 años, tez blanca, camisa roja y cabello oscuro, se toma un refresco y cada tanto se lleva la mano a la frente. Está preocupado porque durante doce meses ha intentado inscribir a su hija venezolana, Sharoll, en el registro civil colombiano y no ha podido. 

Reprocha en voz alta que su padre le sacó cédula venezolana cuando él apenas tenía nueve años, sin haber nacido en Venezuela. Un guardia bolivariano, a quien su papá le pintó una fachada, le hizo el favorcito.

Gracias a ese documento, Quintero vivió tranquilamente por diez años del lado venezolano de la frontera. Pero desde que retornó a Colombia en 2017, ese favorcito informal le ha salido muy caro. Los funcionarios de la Registraduría le han dicho, en tres ocasiones distintas, que mientras no demuestre cómo adquirió esa cédula venezolana - la que utilizó para registrar a Sharoll cuando nació- no puede hacer el trámite.

Zamir Quintero vive en un barrio marginal de Cúcuta, en una casa que su padre le prestó. Ya debe 100 dólares de luz, pues el estudio fotográfico que también pertenece a su padre dejó de generar utilidades, y su esposa, una venezolana cuyo estatus migratorio es irregular, no ha podido emplearse.

Como la cédula de Quintero es fraudulenta, no aparece en la Gaceta Oficial, el periódico del Estado venezolano donde se publican las nacionalizaciones de extranjeros, entre otros decretos, designaciones gubernamentales y leyes. Ese es el documento que los registradores le han pedido para comprobar que el venezolano que aparece en la partida de nacimiento de su hija, es en realidad un colombiano nacionalizado.

Las opciones para remediar esta situación son igual o peor de complicadas y riesgosas: viajar a Venezuela y anular su cédula venezolana chimba implica admitir ante las autoridades que ha utilizado un documento falso, por años, lo que constituye un delito. Otra opción: registrar a Sharoll en un pueblo remoto de Colombia como si hubiera nacido allí. Pero sería incurrir en un nuevo delito. Así que, de momento, ella continuará siendo una extranjera con estatus migratorio irregular en Colombia.

El caso de Quintero es solo uno entre cientos de miles de retornados que al llegar a Colombia se encuentran con un panorama desolador. Entre la incapacidad de las instituciones colombianas -que no tienen presupuesto, personal, ni infraestructura adecuada para atender la demanda inusitada-, la falta de entendimiento de lo que ha sido la realidad migratoria entre ambos países -preponderantemente informal- y el surgimiento de mafias que se aprovechan de su situación crítica, su derecho a ser colombianos se está quedando en veremos.  

Desde que llegó a Colombia Sharoll tiene una prenda favorita: la camiseta de la selección de fútbol.

La demanda que no para

En los últimos años, según Naciones Unidas, 4,2 millones de personas han salido de Venezuela. Colombia, el país con el que comparte la frontera más extensa, ha recibido la mayoría de esa migración: casi millón y medio.

Sin embargo, no todos los que llegan son enteramente extranjeros. Miles son hijos de colombianos, como Sharoll Quintero, que tendrían derecho a la nacionalidad, según el artículo 96 de la constitución. Pero hacerse colombiano nunca ha sido tan difícil para un venezolano.

El trámite que deben hacer se llama ‘Inscripción extemporánea en el registro civil’. Antes de 2015 bastaba con acercarse a un consulado colombiano en Venezuela o a una registraduría en Colombia, llevar la partida de nacimiento venezolana apostillada y presentar la copia de la cédula colombiana del padre o la madre. En un día la persona obtenía su registro civil colombiano y podía tramitar la cédula o la tarjeta de identidad (en el caso de los menores de edad).

Pero en los últimos años, conseguir la partida de nacimiento apostillada en Venezuela fue haciéndose más difícil. Por la burocracia y lentitud estatal, tomaba meses. Surgieron gestores que por conseguirla cobraban cifras impagables para un venezolano: hoy el trámite cuesta aproximadamente 120 dólares y el salario mínimo en ese país ronda los cuatro dólares al mes.

La situación se volvió tan crítica que el 12 de agosto de 2016, mediante la circular No. 121 de ese año, la Registraduría Nacional colombiana resolvió exonerar a los solicitantes del requisito de la apostilla y lo sustituyó por el testimonio de dos testigos que, bajo la gravedad de juramento, debían dar fe del nacimiento del hijo o hija con el mayor detalle posible.

La medida era provisional y solo aplicaba para menores de edad. Pero el aumento del flujo migratorio de venezolanos a Colombia -en 2010 entraron 5.304 con intención de permanencia y en 2016, 39.311- y la persistencia de las limitaciones para acceder a los documentos antecedentes en Venezuela, obligó a que la medida  se extendiera y cobijara también a los hijos que ya son mayores de edad.

La ruptura de relaciones diplomáticas entre ambos países en febrero de 2019 complicó aún más las cosas. Según la Dirección de Asuntos Consulares, mientras en 2014 se expidieron 16.029 registros civiles, a finales de 2018 se habían expedido 34.055. El pico fue en 2017 cuando, a lo largo de sus doce meses, los consulados expidieron 41.832 registros. Se estima que muchos de estos colombo-venezolanos migraron hacia Colombia con la intención de quedarse en el país definitivamente, pues en un año la cifra de inmigrantes provenientes de Venezuela pasó de de 39.311 a 184.087.

Esa cifra siguió aumentando tras el cierre de los consulados colombianos en Venezuela. Los que todavía no tenían la intención de emigrar a Colombia, pero querían sacar su documento colombiano por precaución, acabaron teniendo que cruzar la frontera, aunque fuera solo para hacer el trámite en las registradurías.

La bendita cita

Uno de los mayores obstáculos para estas personas es conseguir la cita. La misma Registraduría Nacional lo reconoció en la circular No. 087 de 2018: “se solicita adelantar las gestiones necesarias en las diferentes oficinas registrales a fin de garantizar el acceso al agendamiento, toda vez que en la actualidad, la mayoría de acciones de tutela presentadas en contra de la Registraduría Nacional del Estado Civil, se fundan en la imposibilidad de acceder a una cita para la obtención del registro civil de nacimiento de esta población retornada”.

Bianca Parra, una venezolana hija de un colombiano que llegó en agosto de 2017 a Colombia, duró un año y ocho meses tratando de conseguirla. Iba todos los días a un café internet de un barrio popular de Bogotá y en vista de que pasaban los meses y no lo lograba, la dueña de este establecimiento se solidarizó con su lucha y durante cuatro meses entró cada media hora a la página web de la Registraduría para agendar la cita. Jamás lo logró.

Finalmente, el pasado 31 de julio, con ayuda de la Fundación Karol Wojtyla, que apoya a venezolanos y colombianos retornados, Bianca consiguió concertar la cita sin saber que ahí apenas comenzaba su tortura.

En Cúcuta, la ciudad que recibe gran parte de estas solicitudes, tuvieron que montar todo un operativo y cancelar el sistema de citas por Internet desde hace un año, porque colapsaba todo el tiempo. Ahora se hace a través de “jornadas de agendamiento” en los dos primeros días de cada mes.

Durante esos dos días, quince funcionarios de la Registraduría, ACNUR y Cancillería se instalan en un recinto deportivo. Revisan los documentos de, en promedio, 2.000 solicitantes que días antes acampan afuera para garantizarse una de las 1.200 citas que se asignan ese fin de semana. 

Muchas de las personas que asisten a las jornadas de agendamiento de citas en Cúcuta todavía no quieren salir de Venezuela. Tramitan su documento de identidad colombiano en caso de que la situación empeore. Le dicen “la cédula de por si acaso”.

Según cifras de la Registraduría colombiana, en los últimos tres años esta entidad ha expedido 200.000 registros civiles a ciudadanos venezolanos con derecho a nacionalidad. Bogotá, Norte de Santander, Atlántico, Cesar, Magdalena y La Guajira, son los departamentos con mayor número de solicitudes. “Por cada registro que se hacía antes de agosto de 2015 -cuando el gobierno de Maduro cerró la frontera por primera vez- pasamos a hacer diez”, cuenta Alfredo Posada, registrador delegado de Identificación y Registro.

La demanda, no obstante, supera el número de registros expedidos y de citas asignadas. Así lo reconoce Víctor Bautista, director para el Desarrollo y la Integración Fronteriza de la Cancillería: “No sabemos cuánto es el público total. Solo sabemos que la presión por ese proceso de documentación es altísima”.

La falta de recursos

“El primer problema estructural de esta organización es la insuficiencia de personal al punto que, de las 1.200 oficinas que tenemos, entre 600 y 700 tienen solo un funcionario: el registrador”, cuenta Alfredo Posada. 

En Manatí, Atlántico, un pueblo al que se estima han llegado 2.000 venezolanos y colombianos retornados, por ejemplo, la registraduría solo cuenta con dos funcionarios.

En los últimos tres años, se han abierto nuevas registradurías en zonas donde la demanda del trámite de inscripción extemporánea al registro civil está desbordada (Norte de Santander, Atlántico, Cesar y La Guajira).

Las Unidades Móviles de Atención a Población Vulnerable (UDAPV) de la Registraduría, que desde hace dos décadas se dedicaban a expedir registros civiles, cédulas y tarjetas de identidad para desplazados de la guerra en zonas de difícil acceso, ahora están destinadas mayoritariamente (en un 80 por ciento) a atender las necesidades de los migrantes.

La Agencia para los Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR) reporta haber invertido 894.000 dólares entre 2018 y 2019 para estas unidades móviles. Actualmente hay por lo menos nueve de ellas en zonas de frontera o con alto número de retornados y han prestado 51.021 atenciones a esta población. Pero el funcionamiento de una sola unidad móvil por seis meses puede llegar a costar 100.000 dólares lo que, a la velocidad con que aumenta el flujo migratorio, es como coser un punto en una herida que amerita varias suturas.

La Organización Internacional de las Migraciones (OIM) y los mismos gobiernos locales, que prestan funcionarios y espacios para realizar jornadas de registro organizadas por la Registraduría, también han sumado esfuerzos. Pero a pesar del apoyo de las agencias internacionales y los malabarismos de las otras instituciones locales, el presupuesto para atender este tema específico sigue siendo insuficiente y esta entidad no tiene partidas exclusivas para ello. “Lo que hacemos es tratar de distribuir los recursos propios a los departamentos donde está más fuerte la problemática y eventualmente justificar una solicitud de incremento en los recursos en virtud de esta situación”, señala Posada.

El déficit es grande. El 22 de mayo reciente el canciller colombiano, Carlos Holmes, reveló que de los 315 millones de dólares previstos para Colombia en el llamamiento de Naciones Unidas para atender esta crisis, solo se habían recibido 66,03 millones de dólares. El 14 de agosto, esos recursos aumentaron a 96 millones de dólares, pero en esos tres meses Colombia recibió más de 111.000 migrantes y retornados nuevos.

Si esos 96 millones de dólares se dividieran en el total de migrantes y retornados provenientes de Venezuela en las estadísticas oficiales, por cada uno de ellos Colombia apenas ha recibido 68,18 dólares este año. Quizás parte del problema está en la categoría que esos migrantes reciben ante las instituciones, pues como en Venezuela no hay un conflicto armado declarado y los motivos principales por los que su población emigra se consideran económicos, para los Estados a los que llegan estos migrantes es difícil reconocerlos a todos como refugiados (entre el 1° de enero de 2017 y el 2 de septiembre de 2019, 7.590 venezolanos le habían pedido al Ministerio de Relaciones Exteriores colombiano ser reconocidos como refugiados; 745 desistieron del proceso y hasta esa última fecha solo 182 habían sido reconocidos como tal).

En tanto sean migrantes y no refugiados, los recursos que llegan de la cooperación internacional seguirán siendo muy inferiores a los que tienen otros países que albergan a refugiados de Siria, por ejemplo. Esos países recibieron este año 2.660 millones de dólares para atenderlos: unos 500 dólares por persona.

La OEA proyecta que en 2020 la cifra de venezolanos en la región podría alcanzar los 8,2 millones de personas, lo que significa que Colombia llegaría al difícil escenario de 2,8 millones de migrantes y retornados con intención de permanencia.

Una encuesta del Observatorio Migración Venezuela, realizada en febrero de 2019,  preguntó a 1.500 venezolanos en varias ciudades colombianas si planeaban volver a Venezuela. El 55 por ciento dijo que sí y el 37 por ciento, que no. Pero al preguntarles a estos cuándo volverían, el 81 por ciento respondió: "Cuando la situación mejore".

El éxodo venezolano es la migración más grande que ha tenido América Latina y la más rápida en el mundo (4,2 millones de personas en cuatro años). Colombia, por compartir 2.219 kilómetros de frontera con Venezuela, ha recibido la mayoría de ese flujo migratorio.

Y si bien no hay estadísticas sobre qué tanto regresan los retornados al país donde vivieron (en este caso a Venezuela), la información que hay sobre el porcentaje de refugiados que vuelven a sus territorios, sirve de referencia. Según ACNUR, mientras que en 2002 el 23 por ciento de los refugiados retornaron a sus países de origen, en 2018 sólo el 3 por ciento lo hizo.

El mayor problema está en que el gobierno colombiano todavía no ha podido calcular cuántos retornados de Venezuela hay en suelo nacional y cuántos podrían volver en los próximos años.

Migración Colombia afirma que han llegado 500.000 en los últimos dos años; el Departamento Nacional de Estadística colombiano calcula que son 449.000 y Colombia Nos Une, el programa diseñado en 2012 para atender a la población retornada del exterior, apenas ha procesado 13.648 solicitudes, cifra que no representa la totalidad del retorno, pues corresponde únicamente al número de personas que han llenado el formulario para acogerse a esta política (ninguno de los retornados consultados en este reportaje la conocía).

De ser así, los 500.000 retornados que han llegado podrían ser un poco más del 15 por ciento de los tres millones de colombianos que el gobierno estima emigraron a Venezuela en años anteriores (el gobierno de Nicolás Maduro ha llegado a decir que son cinco millones de personas). En cualquiera de los casos, si las condiciones en Venezuela empeoran, muy probablemente los descendientes de esos millones de colombianos querrán nacionalizarse.

Y no saben lo que les espera.

La Corte Constitucional colombiana advirtió que negarle este trámite a los retornados vulnera sus derechos de nacionalidad, personalidad jurídica y estado civil, que son los que les permiten desarrollarse en medio de una comunidad y ser titulares de derechos civiles, políticos o sociales, como la salud y la educación.

Una vez se logra conseguir una cita, empieza un proceso que no necesariamente  termina bien. Aunque ninguna registraduría del país lleva un cálculo de cuántas solicitudes de citas hay y qué porcentaje de ellas culminan el trámite, la estadística de la oficina de Cúcuta arroja algunas pistas tristes.

De 17.200 citas que aproximadamente se entregaron entre enero y abril en Norte de Santander (4.300 al mes), se expidieron 6.238 registros; es decir que solo la tercera parte de los venezolanos a los que se les asignó una cita consiguió el documento que certifica que son colombianos.

¿Por qué?

El calvario comienza desde las primeras averiguaciones sobre el trámite.

Cada vez que una persona intenta comunicarse telefónicamente con una registraduría ocurre esto:

Si “va a la fija” e intenta hacerlo con las registradurías de la ciudad con mayor capacidad de atención (Bogotá, con 10 registradurías autorizadas para el trámite), encontrará esto:

Llamando a la sede de la Registraduría Nacional puede que pase lo mismo:

(Armando.Info realizó este ejercicio una vez al mes durante cuatro meses. En la línea telefónica de la Registraduría Nacional, cada vez que se marcaba la opción 3, regresaba al menú principal. Después de tres intentos seguidos, siempre se cortaba. En las líneas de las diez registradurías de Bogotá que atienden este trámite, nunca fue posible hablar con un asesor).

Si la persona decide ir personalmente a las sedes de la Registraduría, la historia puede complicarse aún más. En el caso de Bogotá, con excepción de la de Chapinero, los vigilantes son las únicas personas que brindan información del trámite y suelen dar versiones distintas sobre los requisitos, como lo evidencian estos audios.

La información escrita sobre este trámite debería ser clara y consistente en las distintas carteleras que hay afuera de todas las Registradurías, para quienes se acercan a consultarlas. Pero al recorrer ocho de estas oficinas en Bogotá y Norte de Santander resulta que los requisitos para la inscripción extemporánea al registro civil cambian entre una y otra. En cinco de ellas había variaciones, y exigían condiciones que no aparecen en ninguna de las quince circulares que desde agosto de 2016 la Registraduría ha emitido y que rigen todo el procedimiento.

Los dos requisitos básicos para que un venezolano con derecho a nacionalidad obtenga registro civil colombiano son: 1. el solicitante debe presentar su partida de nacimiento venezolana legalizada (un procedimiento mucho más simple y común que tenerla apostillada). 2. deben venir dos testigos que, bajo la gravedad del juramento, den fe del nacimiento de esa persona.

Por eso resulta extraño que en las carteleras informativas algunas registradurías pidan que los testigos sean familiares, con grado 1 o 2 de consanguinidad, que sean entre cinco y diez años mayores que el solicitante y/o que sean colombianos.

Al ver estos requisitos, muchos de los venezolanos que aspiran a la nacionalidad colombiana desisten. “En una ocasión atendí a un colombiano que creció en el Instituto de Bienestar Familiar, nunca lo adoptaron, y no tiene familia porque lo abandonaron. Se fue para Venezuela y tuvo un hijo allá; ahora le quiere dar la nacionalidad y le piden los dos testigos familiares. Otra vez vino un señor de 50 años que al pedir su nacionalidad -porque su padre había sido colombiano- se encontró con el requisito de que los testigos debían ser familiares y mayores que él, y él solo tenía unos primos contemporáneos”, dice una abogada del Centro de Atención Integral al Migrante en Bogotá.

Ante este tipo de obstáculos, otros están recurriendo a los caminos verdes.

Estos son los requisitos de registradurías distintas en Bogotá y Norte de Santander. La mayoría de las inconsistencias tienen que ver con la nacionalidad, edad y grado de consanguinidad de los testigos, pero también hay oficinas donde exigen para todos los casos la gaceta y cosas que no están en la normativa que rige el trámite, como el RH del solicitante o una foto suya.

Hecha la ley, hecha la trampa

Aunque la Registraduría eliminó el requisito de la apostilla para este trámite, la solución que se inventó la institución ha generado nuevos y graves problemas.

El pasado 27 de agosto, el registrador nacional de Colombia, Juan Carlos Galindo, denunció la existencia de una red de corrupción dentro de esta institución que expedía registros civiles, cédulas y pasaportes colombianos a extranjeros por montos entre los 150 y 300 dólares. Funcionaba en tres de los seis departamentos con mayor número de solicitudes de inscripción extemporánea al registro civil desde que aumentó la migración de venezolanos a Colombia: Atlántico, Norte de Santander y Magdalena. La mayoría de los clientes eran venezolanos.

Según Alfredo Posada, la excepción de aceptar dos testigos en reemplazo de la partida de nacimiento apostillada se ha prestado para que surjan fábricas de testigos que han llegado a presentarse hasta 75 veces en la misma registraduría. También hay quienes se dedican, dentro de estas oficinas, a buscar colombianos homónimos a los padres de venezolanos que no tienen ascendencia colombiana, para presentarlos como hijos de ellos y venderles la nacionalidad.

Así funcionan:

Las mafias son una consecuencia de la dificultad que implica hacer el trámite por vías legales. Pero esto a su vez, ha hecho que la Registraduría eleve el nivel de exigencia y prevención.

“Como una reacción a todas las investigaciones que se están llevando a cabo por fraude, los registradores piden más pruebas. Ninguno quiere otorgarle una nacionalidad a alguien que no tiene derecho a ella y ser destituido”, dice Posada. 

Es un círculo pernicioso. Ante la dificultad de cumplir todos los requisitos, las personas buscan otras opciones, aunque sean ilegales. Y ante el surgimiento de las mafias, se aumenta la exigencia y así la dificultad para que estas personas puedan hacer el trámite con éxito. “Por el afán de securitizar el tema, las autoridades terminaron negándole y violándole los derechos a un ciudadano colombiano”, dice Ronal Rodríguez, vocero del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario, en Bogotá.

La realidad migratoria versus la realidad burocrática

La normativa parece desconocer la historia de lo que ha sido la emigración de los padres colombianos de estos venezolanos. Los primeros se fueron hace más de tres décadas a la Venezuela Saudita que ofrecía una calidad de vida y mejores empleos que los que alguna vez podrían tener en Colombia. Muchos perdieron contacto con sus familiares colombianos, por lo que conseguir un testigo no es tan fácil como se lee en el papel. Nacionalizarse como venezolanos legalmente o nacionalizar a sus hijos como colombianos jamás fue una preocupación para estas personas, ni para las que se fueron a finales de los años noventa y comienzos de la década pasada huyendo de la guerra, porque dentro de sus planes no estaba regresar.

El “destino”, como la mayoría de estos venezolanos-colombianos dicen, les jugó una mala pasada y ahora están enfrentándose a la realidad de los documentos, de los requisitos, de la legalidad. La Gaceta Oficial que tanto ha hecho sufrir a Zamir Quintero, también se ha convertido en el coco de muchos otros descendientes de colombianos que no aparecen en ella. Y aunque otros sí fueron nacionalizados legalmente, conseguirla no es fácil. Si ocurrió hace décadas y si, en ese momento, ellos no guardaron una copia de la Gaceta que lo certifica, ahora sus descendientes- muchos de los cuales han caminado más de 1.000 kilómetros para salir de Venezuela- deben regresar hasta la Imprenta Nacional a solicitarla.

Son pocos los venezolanos hijos de colombianos que tienen la partida de nacimiento apostillada. Entre enero y abril de este año, en Norte de Santander solo 1.770 de los 6.238 que consiguieron registro civil colombiano tenían la partida apostillada.

Hasta 2011 hubo libre movilidad en los 2.219 kilómetros de frontera que comparten Colombia y Venezuela. No había puestos de control migratorios y la gente podía cruzar por donde fuera; con o sin documento de identificación. En medio de esa informalidad, los padres solían registrar a sus hijos a lado y lado de la frontera, para que gozaran de los beneficios que tiene ser ciudadano en ambos países.

Así le pasó a Norma Ortiz, una mujer que lleva tres años tratando de anular su partida de nacimiento venezolana pues en 2016, cuando intentaba adquirir la nacionalidad colombiana, se enteró de que realmente había nacido en Colombia y que su madre, para facilitarle la vida en Venezuela (el país al que emigraron cuando tenía tres años), también la registró como nacida allá.

“Jamás nos imaginamos la situación en que Venezuela estaría en el futuro y ahora estamos pagando por decisiones que nuestros padres tomaron y que estaban dentro de lo habitual”, dice Ortiz. Por esa decisión de su madre, en el tiempo que lleva en Bogotá y a pesar de que Norma es una profesional con trabajo y capacidad adquisitiva, ha tenido que vivir con las limitaciones de un inmigrante indocumentado. La situación no solo la afecta a ella, sino también a sus hijos, que sufren igualmente las consecuencias de su doble registro.

El caso de Óscar Villalba, un hombre de 45 años que quedó huérfano a los cinco, con cuatro hermanos más, es similar. Llegó a Colombia hace doce meses con sus hijos y el único documento que le quedó de Mariana, su madre colombiana, fue la partida de defunción. Pretendía nacionalizarse y luego hacer el trámite con sus hijos, pero cuando fue a una de las registradurías en Bogotá le exigieron la cédula de su difunta madre para completar los requisitos.

Tardó ocho meses en encontrar unos familiares en Colombia que le ayudaran a averiguar en qué pueblo había nacido su mamá y conseguir, al menos, la partida de bautismo. En la primera llamada sus parientes mostraron interés en ayudarlo, después nunca volvieron a contestarle.

Como si eso fuera poco, las inconsistencias ortográficas entre los nombres que aparecen en las partidas de nacimiento venezolanas (todavía hechas a mano) y las cédulas de los solicitantes o de sus padres, o el hecho de que los padres del solicitante tengan cédulas que hoy en día no son válidas en Colombia (pues nunca pensaron retornar y llegar a necesitar este documento de identidad), son otros de los obstáculos comunes que estos venezolanos enfrentan cuando se presentan ante las registradurías colombianas.

Es tal la frustración ante el trámite, sus requisitos, la congestión, y la imposibilidad de regularizarse -sin tener que incurrir en nuevo delito- que algunos de estos colombo-venezolanos llegan a pensar en la última de todas las opciones: volver a emigrar.

Zamir Quintero decidió no volver a la registraduría de Cúcuta. Planea irse con su familia al Perú.

Los afectados

La bendita cita

Un año y ocho meses fue el tiempo que a Bianca Parra le tomó conseguir una cita en la Registraduría colombiana para tramitar su nacionalidad. Nació en Caracas hace 31 años y es hija de José, un colombiano, que llegó a Venezuela en 1972, se casó con una venezolana y tuvieron tres hijos. Los hermanos de Bianca, un hombre y una mujer, todavía viven en Venezuela.

Ella, que estudió publicidad y mercadeo, emigró a Colombia en agosto de 2017 por la crisis. Quería comenzar una nueva vida como colombiana, para que todo fuera más fácil. Sabía que tenía el derecho a la nacionalidad y creía conocer los requisitos del trámite, pues su hermana lo había hecho con éxito hacía tres años en una registraduría de Medellín durante un viaje que hizo. Pero desde la llegada de más de un millón de venezolanos a Colombia en los últimos años, se ha complicado este procedimiento y ahora solo unas registradurías específicas pueden hacerlo. Hay tantas solicitudes que es necesario agendar una cita previamente por internet y lograrlo es casi un milagro.

En el Centro de Atención Integral al Migrante de Bogotá, que atiende población proveniente de Venezuela a diario, y que desde octubre de 2018 les brinda asesoría legal, las abogadas que ayudan a estas personas hacen fiesta cuando consiguen una cita para alguno de los usuarios del centro. Cuatro es el número de citas que han logrado agendar. Bianca comenzó a intentarlo en octubre de 2017. Vive en un barrio al sur de Bogotá, en un sector popular. Todas sus pertenencias caben en una maleta. No tiene televisor, celular ni mucho menos un computador. Vende caramelos en un semáforo y vive en una casa donde la hospedan a cambio de que ayude con el aseo. A unas cuadras del semáforo donde trabaja, hay un café internet al que Bianca iba a diario para intentar sacar la cita en la Registraduría. Quince minutos de internet cuestan 400 pesos colombianos y Bianca se gana por mucho 5.000 al día. Janeth, la dueña de este establecimiento, al ver la frustración, necesidad y persistencia de esta venezolana decidió ayudarla y durante cuatro meses entró todos los días, cada veinte minutos, de 8 de la mañana a 4 de la tarde, a la página de la Registraduría. Pero la suerte nunca estuvo de su lado. Janeth no solo buscó cita en las diez registradurías de Bogotá que atienden este trámite para los mayores de 7 años que no tienen partida de nacimiento apostillada, sino que intentó en el resto de oficinas de la capital, pues la partida de Bianca está apostillada. Incluso, está transcrita, algo poco común en Venezuela donde todavía estos documentos se hacen a mano.

En ninguna registraduría hubo cupo. Ningún día, a ninguna hora. Bianca siguió intentándolo por su lado y en vista de que nada pasaba, en junio pasado, con apoyo de la Fundación Karol Wojtyla -que ayuda a inmigrantes venezolanos y retornados colombianos-, instauró un derecho de petición ante la Registraduría Nacional pidiendo explicación al respecto. La entidad es consciente del problema que hay para agendar citas. Desde mayo de 2018 lo ha expresado en varias de las circulares que rigen este procedimiento: "se solicita adelantar las gestiones necesarias en las diferentes oficinas registrales a fin de garantizar el acceso al agendamiento, toda vez que en la actualidad, la mayoría de acciones de tutela presentadas en contra de la Registraduría Nacional del Estado Civil, se fundan en la imposibilidad de acceder a una cita para la obtención del registro civil de nacimiento de esta población retornada".

La respuesta que Bianca recibió a su derecho de petición traía una pista valiosa: le recomendaron entrar a la página web a las 8 de la mañana en punto pues el volumen de solicitudes es tal que en pocos minutos se agotaban los cupos para los dos días siguientes. El 31 de julio, un miembro de la Fundación Karol Wojtyla le consiguió la cita. El 5 de agosto asistió a la registraduría de Santafé acompañada por una abogada de la fundación y llevó toda la documentación que comprobaba su derecho a la nacionalidad. Pero de nada sirvió. La funcionaria que la atendió le dijo que su partida de nacimiento debía llevar la firma de sus padres y por esa razón le negó el trámite. En Venezuela las partidas de nacimiento no llevan la firma de los padres y la de Bianca, de hecho, tiene la firma de su padre a un costado de la segunda página, porque este la reconoció años después de haber nacido y en el documento figura tal anotación. Después de comentarle eso a la funcionaria, la mujer detalló la firma del padre de Bianca, que efectivamente aparecía en un costado de la partida, e insistió en que esa firma no coincidía con la que aparece en las cédulas, colombiana y venezolana, de José.

El padre de Bianca, sufrió cinco accidentes cerebrovasculares en los últimos años que le restaron movilidad y afectaron su escritura y manera de firmar. Pese a oír todos estos argumentos y a que la partida de nacimiento de Bianca cuenta con la máxima garantía de originalidad posible (el sello y código de la apostilla), la funcionaria se mantuvo en su decisión. En 40 minutos, y luego de un año y ocho meses de intentarlo, el derecho de Bianca a ser colombiana se esfumó.

Ni colombiano, ni venezolano

La historia de Eduin Guerrero parece sacada de una telenovela. Nació el 9 de mayo de 1986 en Maracaibo, la capital del estado Zulia, que concentra el 80 por ciento de la producción petrolera en Venezuela, y que fue el lugar al que muchos colombianos de la costa caribe emigraron en los años setenta.

Sus padres, oriundos de Manatí, un pueblo de esa región colombiana, hicieron parte de esa migración. Se conocieron en Maracaibo y tuvieron un corto romance, tan corto que cuando Eduin nació, su padre ya se había ido.

Cuando cumplió los ocho meses de nacido, su madre murió de varias afecciones en el hígado y los pulmones. Al registrar la defunción de Daysi Esther, como se llamaba, los familiares de Eduin dijeron que ella no había dejado hijos y así quedó en la partida.

Un error que hoy le ha costado lágrimas a Eduin.

Al momento de su muerte, Daysi Esther, ya tenía otra pareja. Se llamaba Luis Guerrero (falleció en 2003) había nacido en Barranquilla, pero se crió en Manatí. Este hombre es el que aparece como padre de Eduin en el único documento de identidad que tiene: un acta de nacimiento que le sacaron a los 14 años.

El problema es que Luis Guerrero no es su verdadero padre y el documento de identidad vigente de Daysi Esther -su partida de defunción- dice que ella no dejó hijos. En vista de ese enredo, Eduin nunca intentó sacar la cédula venezolana y fue prácticamente invisible toda su vida. En mayo de 2018, emigró a Colombia. Llegó a Manatí (Atlántico), el pueblo de su madre, padre y padrastro con su hija de 15 años.

Su esposa y sus otros tres hijos llegaron seis meses después. Invadió una casa de interés social que quedó inhabitable luego de una fuerte inundación que hubo en 2010 y que pertenece a una urbanización de 300 predios que aloja informalmente a la mayoría de manatieros retornados de Venezuela que han llegado en los últimos tres años.

Su verdadero papá, con el que fue reconstruyendo la relación en los últimos años, acabó también viviendo en el pueblo.

Este año, Eduin se enteró de que tenía derecho a la nacionalidad colombiana y comenzó a averiguar cómo adquirirla. Aprovechó una de las jornadas que las unidades móviles de la Registraduría hacen en zonas de difícil acceso y que se han hecho varias veces en Manatí por la cantidad de retornados colombianos con problemas de registro que hay (unos 2.000).

Se acercó a un funcionario con los únicos documentos que tiene para demostrar su ascendencia colombiana: una copia del certificado de nacido vivo que expidió el hospital el día que su madre lo parió (que no dice su nombre), la partida de defunción de su madre (que dice que ella no tuvo hijos), el acta de nacimiento que le sacaron a sus 14 años con un padre que no es su padre, el acta de defunción de ese supuesto padre, y un certificado de la Registraduría nacional que confirma que ese supuesto padre tiene cédula colombiana.

Entre tanta confusión, y luego de haber atendido a más de cien personas a casi 35 grados centígrados, el funcionario que lo atendió le dijo que era imposible acceder a la nacionalidad y Eduin, sin mayor idea de a qué otra oficina u entidad podría acudir, tomó de vuelta sus documentos y se rindió. Ha hablado varias veces con su verdadero padre para pedirle que le ayude a nacionalizarse, pero no existe ningún documento que certifique que son padre e hijo. Por eso Eduin llegó a la conclusión de que lo único que puede sacarlo de aquel lío es una prueba de ADN. Hoy sigue viviendo en la invasión, en una casa que solo tiene techo en el cuarto donde él, su esposa y sus cuatro hijos duermen.

Sabe que vendiendo pescado jamás va a conseguir para pagarse la prueba de ADN. Sabe también que, por el momento, no existe formalmente ante ninguna de sus dos patrias.

Por una cédula

Libardo Jaramillo nació en 1921, en Aguadas, Caldas (un pueblo de la zona cafetera colombiana). A los 26 años emigró a Venezuela. Anduvo por medio país antes de radicarse en Maracaibo. Vivió el resto de su vida en Venezuela y murió en 2008, en Caracas. Sus hijos, Carlos, María Isabel y Mariela, que hoy tienen 59, 73 y 55 años, respectivamente, nacieron en Venezuela y entre todos han viajado unas seis veces a Colombia. En esas visitas han conocido a sus tíos colombianos -los tres hermanos que Libardo dejó en Aguadas- y a algunos de sus primos. La mayoría viven en Medellín. En 2015 Carlos y Mariela empezaron a contemplar la opción de nacionalizarse colombianos, pues aunque no pensaban emigrar en ese momento, tenían claro que, en los próximos años, un pasaporte de otro país los sacaría de apuros a ellos y a sus hijos (en Venezuela renovar el pasaporte puede tomar hasta un año y para conseguirlo hay que pagar tramitadores que, a riesgo de estafa, cobran hasta tres mil dólares por el trámite). Ambos hermanos comenzaron a hacer las averiguaciones del trámite en el consulado de Colombia en Caracas, pero el proceso se truncó cuando los funcionarios se percataron de que Libardo nunca tuvo cédula. Les dijeron que debían viajar a Colombia y solucionar ese asunto. Ahí se estancó todo. A comienzos de 2018, Mariela retomó el tema por pedido de uno de sus hijos, radicado en Panamá. Viajó en marzo a Bogotá y se presentó en una registraduría con todos los documentos posibles que comprobaran la nacionalidad de su padre. Incluso, aunque traía su partida de nacimiento apostillada y no necesitaba presentar testigos. Lo hizo así por una indicación errada de una funcionaria de la Registraduría Nacional. Su tía de 80 años y su prima de 75 se sometieron entonces a una tortuosa e innecesaria visita a la entidad. Rápidamente, y sin siquiera revisar todos los documentos, los funcionarios le negaron el trámite porque no presentó la única prueba de nacionalidad que esta entidad acepta para los mayores de edad: la cédula de ciudadanía. Libardo, cuenta Carlos, su hijo varón, nunca tuvo una. No saben por qué. Les han dicho que en esa época la cédula todavía no era muy común y él vivía en un área rural, donde tenerla o no tenerla no cambiaba nada. Pero sí tuvo pasaportes. Cuatro en toda su vida. Los sacó y renovó siempre en Venezuela. Los primeros durante las jornadas de documentación que solían hacer los cónsules colombianos en varios estados y luego, cuando abrieron el consulado de Zulia, yendo a esta oficina. Lo curioso es que, si bien para tener un pasaporte hay que tener cédula y el número de ésta siempre está especificado en el pasaporte, los números de cédula que aparecen en los pasaportes de don Libardo corresponden a otros colombianos, por lo que sus hijos creen que el cónsul le hacía el favor de expedirle el pasaporte aún cuando no tuviera cédula; con números de identificación de otros ciudadanos. Por ese detalle, hasta que don Libardo no tenga una cédula, y así sus familiares tengan su partida de bautismo colombiana autenticada, sus cuatro pasaportes, la cédula de extranjería que lo identificaba como colombiano en Venezuela, y su partida de defunción venezolana apostillada, los Jaramillo no podrán hacerse colombianos. Ya gastaron 2.000 dólares entre conseguir documentos apostillados y el viaje fallido de Mariela. Se cansaron de la desinformación y de tanta confusión. No quieren saber más de registradurías. Las únicas personas que les sirven de testigos para adelantar el trámite, en caso de que lo necesiten, tienen más de 70 años y con el tiempo se les dificultará más desplazarse a una registraduría. Una de las más afectadas ha sido Adriana, la única nieta de Libardo que vive en Colombia. Llegó a Bogotá en julio de 2018, tres meses después de que su tía Mariela intentó hacer el trámite. Como tenía pasaporte vigente, pudo aplicar al Permiso Especial de Permanencia (PEP), el documento que regulariza su estancia en Colombia, pero el permiso dura solo dos años y Adriana quiere quedarse más tiempo. Por eso quiere nacionalizarse. Aunque tiene PEP, sufre las consecuencias de ser un migrante venezolano en Colombia. Gana salarios muy por debajo de lo que ganan los nacionales con su misma profesión (hotelería y recursos humanos), hace dos turnos al día, vive en un apartamento diez veces más pequeño que la casa en que vivía en Venezuela, y está bajo un contrato de arriendo informal cuyas reglas de juego y precio son arbitrarias.

Siempre fue colombiana

Norma Ortiz dice que es más venezolana que la arepa. Nació en San Cristóbal (Venezuela) el 1 de mayo de 1978. Estudió contaduría en la Universidad Católica del Táchira. Comenzó un doctorado en España en 2001 y regresó a su país en 2006. Solo hasta 2016 decidió emigrar cuando se ganó una convocatoria para trabajar como docente en una universidad de Bogotá. Cuando le pidieron los respectivos documentos para contratarla, Norma, que tiene padres colombianos y sabía de su derecho a esta nacionalidad, decidió sacar registro civil colombiano. Si lo hacía, en pocas semanas contaría con una cédula colombiana y su vida en ese nuevo país sería más simple. No tendría que depender de una visa de trabajo para residir legalmente en Colombia; su hija Emilia*, de 10 años, podría también ser colombiana, librarse de las limitaciones documentales que hoy en día sufren los venezolanos; y en unos años, Pedro*, su esposo, aplicaría a la residencia en ese país a través de Emilia. Para que el plan funcionara Norma debía acercarse al consulado de Colombia en Caracas y adelantar el trámite de inscripción extemporánea al registro civil con su partida de nacimiento venezolana apostillada. Lo hizo y en cuestión de horas, recibió el registro que dice que pese a que nació en Venezuela es colombiana por padre y madre. En agosto, una vez llegó a Colombia, fue a una registraduría y solicitó la cédula colombiana con ese documento, pero ahí la funcionaria que la atendió le dijo que ella ya aparecía registrada como nacida en Colombia, en la ciudad de Bucaramanga, a 250 kilómetros de San Cristóbal. Conmocionada, Norma visitó la sede de la Registraduría Nacional para averiguar qué debía hacer y allí los funcionarios le indicaron que debía anular uno de los dos registros. Pero la sorpresa fue mayor cuando tuvo acceso al registro del que le habló la funcionaria: tenía como fecha de nacimiento el 15 diciembre de 1977, no el 1 de mayo de 1978. Una sentida conversación con su mamá le aclararía el enredo en que estaba metida. Cuando Norma era muy pequeña, su madre emigró a Venezuela con ella y sus hermanos. El trabajo en Colombia era escaso y su padre, que por esa época era juez militar en Caquetá (uno de los territorios con mayor conflicto armado en Colombia), estaba recibiendo amenazas de muerte que no solo iban para él, sino que incluían a su familia. Bajo esa presión, la mamá de Norma cruzó definitivamente la frontera entre Norte de Santander (Colombia) y Táchira (Venezuela), y al poco tiempo la registró a ella como si hubiese nacido allá, con una fecha de nacimiento distinta. Casi cuatro décadas después, Norma, en medio de la confusión, recién llegada a un país que había visitado un par de veces, donde le quedaban muy pocos familiares porque casi todos habían emigrado a Venezuela hacía décadas, y después de recibir esta noticia, se asesoró mal y optó por pedir la anulación del registro de Bucaramanga, que tiene la información verdadera de su fecha y lugar de nacimiento. Lo hizo porque en todos los documentos que ha adquirido a lo largo de su vida -certificados de estudio, escrituras, licencia de conducción e, incluso, la partida de nacimiento de Emilia- aparece identificada con su cédula venezolana y esa cédula tiene la fecha y el lugar de nacimiento falsos. Si anulaba el registro que le dieron en el consulado de Caracas -que decía que ella había nacido en Venezuela el 1 de mayo de 1978- necesariamente tendría que anular su cédula venezolana, pues como colombiana no tiene derecho a este documento. Y luego de anular esa cédula, tendría que actualizar sus certificados de estudio, sus escrituras y la partida de nacimiento de Emilia con su fecha y lugar de nacimiento verdaderos. Una engorrosa labor estando a más de mil kilómetros de Caracas. Tres meses después de haber introducido esa demanda, el juez falló en contra y advirtió que no podía anular un registro que no falta a la verdad. El caso quedó así y Norma y su abogado iniciaron otro proceso judicial para esta vez anular el registro con información falsa, aquel que había expedido el consulado de Caracas. Más de un año después el segundo juez falló e invalidó el proceso porque, a su juicio, la jurisdicción del caso no era voluntaria sino contenciosa, lo que equivale a que Norma debía iniciar un nuevo juicio contra una contraparte: su mamá, la responsable del doble registro. Norma no sabía que la decisión del juez fue improcedente, según varios abogados que después consultó. Sin embargo, se negó a demandar a su mamá. “Ella actuó bajo las prácticas que regían en ese momento la vida en la frontera y nunca hizo nada con mala intención” dice. Ya en 2018, en la misma universidad donde trabaja, Norma conoció a una abogada que se ofreció a llevar su caso y que desde el primer momento veló por la anulación del registro expedido en el consulado de Caracas. En agosto, introdujeron la nueva demanda y entretanto nació Santiago*, el segundo hijo de Norma, quien, debido a la situación documental de su mamá -que aun siendo colombiana de nacimiento hoy tiene estatus de migrante irregular en Colombia- sigue en riesgo de apatridia, pues aunque el gobierno colombiano decretó que todos los hijos de venezolanos nacidos después del 19 de agosto de 2015 tienen derecho a esa nacionalidad, esa medida solo aplica para hijos de padre y madre venezolanos. Su hija y su esposo, al ser venezolanos, todavía dependen del Permiso Especial de Permanencia (PEP) que sacaron una vez llegaron a Colombia. Y si el lío jurídico de Norma no se resuelve antes de dos años, fecha en que ese permiso se vence, quedarán en el limbo. Emilia no podrá seguir estudiando en el colegio privado en que está, pues le exigen PEP, y la empresa que Pedro creó gracias a las concesiones que le da este permiso se verá en problemas para funcionar porque el requisito mínimo que todo extranjero debe cumplir para abrir una cuenta bancaria en Colombia es tener visa o PEP en el caso de los venezolanos y en contados bancos del país. La condición de doble registro (bastante común entre los colombianos y venezolanos nacidos en zona de frontera hace décadas), hizo que hoy Norma, pese a tener un trabajo formal y capacidad adquisitiva, no pueda comprar vivienda o carro en Bogotá. Necesita un PEP y nunca lo sacó porque hacerlo complicaría más su caso. El PEP es una medida migratoria para venezolanos, no para colombianos y ella en realidad es colombiana. Tampoco puede notariar ningún documento porque le exigen cédula; no es válida para representar a su hija como deudora en el colegio en el que está inscrita; y se ha perdido varios congresos internacionales a los que la han invitado, pues no puede salir de Colombia. Cuando entró a ese país en 2016, lo hizo con pasaporte venezolano y, como no tenía visa, las autoridades migratorias la dejaron seguir porque les explicó que tenía derecho a la nacionalidad y que próximamente sería colombiana. Los oficiales le dijeron que la próxima vez que entrara a Colombia debía hacerlo con pasaporte colombiano y dejaron plasmada esa anotación en su pasaporte venezolano. Su esperanza es que en la próxima audiencia, programada para noviembre, el juez falle a su favor y la pesadilla -que le ha costado unos 3.000 dólares- termine. *Nombres cambiados por seguridad.

Culpable de un delito que no cometió

02-NOV-1973 y 02-10-74. Esas son las dos fechas de nacimiento que Zamir Quintero tiene. La primera corresponde a su cédula colombiana, donde realmente nació, y la otra a su cédula venezolana, un documento que llegó a su vida por arte de magia. Cuanto tenía nueve años, su padre llegó a la casa en que vivían en Cúcuta, Colombia con una sorpresa. Había conseguido una cédula para Zamir con un guardia bolivariano al que le había pintado una fachada del lado venezolano de la frontera. El documento llevaba el nombre real pero tenía una fecha y lugar de nacimiento falsos. Con ella, Zamir era venezolano por nacimiento y tenía los mismos derechos y facilidades que un ciudadano de ese país. En ese momento, Zamir no tuvo voz ni voto en la decisión. Mucho menos fue consciente de las implicaciones que esa bien intencionada sorpresa de su padre tendría en el futuro. Hoy, 37 años después y luego de haber vivido en Venezuela por diez años, dice que, de haber sabido, la hubiera cortado en pedacitos. Por cuenta de ello, su hija Sharoll, que nació en 2009 en la ciudad venezolana de Puerto Ordaz y que tiene derecho a ser colombiana, hoy sigue siendo una extranjera con estatus irregular en Cúcuta, donde se establecieron cuando la familia decidió retornar a Colombia. Las tres veces que Zamir ha intentado inscribirla en el registro civil colombiano, los funcionarios de la Registraduría le han dicho que no. La razón: la cédula con la que aparece en la partida de nacimiento de Sharoll es la venezolana y para demostrar que ese Zamir Quintero es colombiano tendría que presentar la gaceta oficial que comprueba que él era un extranjero naturalizado en Venezuela. Como la cédula de Zamir fue obtenida fraudulentamente, no hay ninguna gaceta en la que aparezca su naturalización. La alternativa que le dan siempre es la misma: debe viajar a Venezuela y anular esa cédula. Pero al hacerlo reconocería que la adquirió de manera fraudulenta y teme que lo metan preso por un delito que ni siquiera él cometió y que en la época en que ocurrió era usual entre los migrantes colombianos que cruzaban a diario a Venezuela. En mayo de este año, estando en una tienda cerca a la Registraduría de Cúcuta luego de otro intento fallido por registrar a Sharoll, le sugirieron registrar a la niña en un pueblo remoto de Norte de Santander como si fuera colombiana de nacimiento. Obviar que nació en Puerto Ordaz y argumentar que hasta el momento él no había tenido necesidad de registrarla. Es una práctica que se ha vuelto común entre los colombianos que por una u otra razón no pueden transferirles la nacionalidad a sus hijos venezolanos. En un comienzo, Zamir reconoce, lo pensó, pero recuerda por qué está en esa situación -una decisión que su padre tomó sin medir consecuencias- y recapacita. Desde entonces no ha vuelto a la Registraduría y ahora planea emigrar a Perú en busca de mejores condiciones para su hija.

Las condiciones difíciles en que viven los colombianos retornados de Venezuela y sus familias, han pasado inadvertidas. Los que han regresado a este pueblo de la costa atlántica se han encontrado con la pobreza.

Manatí es uno de los pueblos del sur del Atlántico de donde emigraron muchos colombianos hace treinta y cuarenta años hacia Venezuela, cuando este país era la nación más próspera de Suramérica y ofrecía amplias oportunidades de trabajo. La mayoría encontró empleo en las haciendas agrícolas y en algunos campos petroleros del Zulia, el estado que concentra el ochenta por ciento de la producción.

No se sabe cuántos emigraron, pero en los últimos cuatro años, a raíz de la crisis de aquel lado de la frontera, muchos manatieros han vuelto. Basta con recorrer las calles del pueblo para notarlo. Son 20.000 personas las que allí viven y, en el centro, es común que en cada cuadra haya por lo menos dos familias de retornados.

A las afueras, sin embargo, hay más.

Villa Felicidad es la urbanización donde la mayoría de ellos se ha ido ubicando. Queda a tres minutos en moto del centro y la componen 300 viviendas de interés social que quedaron a medio construir por un desastre natural ocurrido en 2010.

En diciembre de ese año, un canal de 115 kilómetros ubicado a 80 kilómetros de Manatí, se desbordó y cubrió el pueblo entero en agua. En las fotografías aéreas que registraron la emergencia, los techos de las casas parecían tablas flotando en un inmenso lago. La gente duró meses desplazándose en canoa, cientos de reses murieron ahogadas y los cultivos de yuca -el producto por excelencia de la región- se echaron a perder.

Sin buscarlo, esta tragedia acabó beneficiando a muchos de los manatieros que llevaban décadas en Venezuela y que decidieron regresar desde 2015, luego de que 22.000 colombianos fueran expulsados por el gobierno de Nicolás Maduro y este cerrara la frontera por primera vez. La mayoría había vendido su casa en el pueblo y cuando volvieron -con familia y amigos a bordo- vieron en esa urbanización una opción para sobrevivir.

Desde entonces, las casas de Villa Felicidad han sido invadidas por retornados y venezolanos. Muchas no tienen techo porque sus antiguos dueños se los llevaron cuando ocurrió la inundación y los trasladaron a otra urbanización. Lo mismo pasó con los baños; los que dejaron, están puestos a modo de decoración pues ni una gota de agua corre por las tuberías. Y las puertas, esa garantía de privacidad y seguridad a la que los seres humanos se aferran, se convirtieron en un lujo del que pocos gozan.

Estos dos niños viven con su madre y cinco hermanos más en esta casa abandonada de Villa Felicidad. Adentro solo hay dos colchones y un ventilador.

Según lo que ha podido establecer la alcaldía de Manatí, se estima que en el pueblo hay 2.000 personas provenientes de Venezuela, entre colombianos retornados y venezolanos. Pero no existe un censo oficial de cada una de estas poblaciones.

La única cifra que hay corresponde al Registro Único de Retornados, un formulario que diligencian los colombianos retornados del exterior que quieren acogerse a la Ley 1565 de 2012, diseñada para facilitar su regreso al país. Sin embargo, la información que el registro contiene no representa la totalidad de retornados que han vuelto, pues muchos de ellos ni siquiera saben que esa ley existe o no tienen acceso a internet para diligenciar el formulario.

Así, mientras el Departamento Nacional de Estadística ha calculado que hay 449.000 retornados de Venezuela a través de una encuesta que realiza periódicamente en los hogares colombianos, el Registro Único de Retornados cuenta 13.648.

En Manatí pasa algo similar. Solo 429 retornados se han inscrito al registro.

Cuando se les pregunta por qué no lo han hecho, generalmente responden: “no tengo para vivir, mucho menos para quince minutos de internet”; “no sabía que era un retornado (dice un venezolano hijo de colombiano)”; o “¿Registro de retornados? no sé de qué me habla”. La campaña de información de este programa se limita a un papel pegado sobre una pared blanca en la alcaldía que dice:

Ninguno de los retornados entrevistados en Manatí conocía este anuncio.

Desde hace un año, la registraduría municipal de Manatí está desbordada: los dos funcionarios que la atienden, pasaron de expedir dos o tres registros civiles al día, a hacer veinte. Por eso, la Registraduría nacional ha venido realizando jornadas de identificación y registro en las que 387 retornados consiguieron su documento de identidad colombiano.

No obstante, con cédula o registro en mano, para estos retornados la vida todavía es difícil. Parte de ellos ya son ciudadanos y tienen acceso a salud y educación pública, pero muchos no tienen empleo. Un estudio de Fedesarrollo, basado en cifras del Departamento Nacional de Estadística de Colombia, encontró que la tasa de desempleo de los retornados duplica los niveles de colombianos residentes (19,1 % vs. 9,9%).

Y cuando consiguen empleo, sus salarios son mucho menores que los de los locales: “el ingreso promedio de un colombiano residente es 1,7 veces más alto que el de un retornado de Venezuela”. En Atlántico, la proporción es del doble: mientras que un residente gana 310 dólares al mes, un retornado solo recibe 162 dólares.

Ángel Piña (izquierda) y Eduard Caro, su yerno, habían llegado el día anterior a Manatí. Caminaron casi mil kilómetros desde Maracay, Venezuela, hasta este pueblo de la costa caribe colombiana.

La alcaldía no tiene cómo responder. Manatí es un municipio de sexta categoría y tiene el mismo presupuesto que hace tres años, cuando los retornados apenas empezaban a llegar. El mismo Banco Mundial, en el informe que presentó a finales de 2018 sobre la migración de Venezuela hacia Colombia, advirtió que hay una clara desproporción entre lo que afrontan los municipios más afectados por este fenómeno y su capacidad presupuestal e institucional.

Hasta el momento, estos retornados han podido quedarse en Villa Felicidad. Nadie ha intentado sacarlos. Pero todos los días viven con miedo de que les digan ‘váyanse de aquí’.

Ellos son los retornados de Manatí:

*FOTOGRAFÍAS: ESTEBAN VEGA


Instagram de Esteban Vega:  @EstebanVegalr
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